ODA
Nadie es
la patria. Ni siquiera el jinete
que, alto
en el alba de una plaza desierta,
rige un
corcel de bronce por el tiempo,
ni los
otros que miran desde el mármol,
ni los que
prodigaron su bélica ceniza
por los
campos de América
o dejaron
un verso o una hazaña
o la
memoria de una vida cabal
en el
justo ejercicio de los días.
Nadie es
la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es
la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de
batallas, de espadas y de éxodos
y de la
lenta población de regiones
que lindan
con la aurora y el ocaso,
y de
rostros que van envejeciendo
en los
espejos que se empañan
y de
sufridas agonías anónimas
que duran
hasta el alba
y de la
telaraña de la lluvia
sobre
negros jardines.
La patria,
amigos, es un acto perpetuo
como el
perpetuo mundo. (Si el Eterno
Espectador
dejara de soñarnos
un solo
instante, nos fulminaría,
blanco y
brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es
la patria, pero todos debemos
ser dignos
del antiguo juramento
que
prestaron aquellos caballeros
de ser lo
que ignoraban, argentinos,
de ser lo
que serían por el hecho
de haber
jurado en esa vieja casa.
Somos el
porvenir de esos varones,
la
justificación de aquellos muertos;
nuestro
deber es la gloriosa carga
que a
nuestra sombra legan esas sombras
que
debemos salvar.
Nadie es
la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi
pecho y en el vuestro, incesante,
ese
límpido fuego misterioso.
Jorge Luis Borges
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